De Madrid y su futuro (y no hablo de las elecciones)
Se acabaron las vacaciones. Ayer domingo busqué un sitio para comer, en solitario, por la zona de Alonso Martínez. Elegí una de esas típicas tascas madrileñas que, para quienes venimos de fuera, sustancian como pocos lugares el alma tradicional de Madrid. No un bar típico en una zona bulliciosa de inexcusable visita para los turistas, sino un establecimiento frecuentado más bien por los vecinos y visitas habituales (viajeros, que no turistas). Signo de los tiempos, llevan el negocio un par de chicas pertenecientes a la última gran oleada demográfica incorporada al rompeolas de las Españas, que decían antes: una joven latinoamericana probablemente caribeña y una probable africana de –impresionante- aspecto etíope. La carta, sin embargo, no ofrece ninguna aportación caribeña o abisinia; quizás en la próxima generación. Como es habitual de unos años a esta parte, la tasca ofrece a su clientela los platos tradicionales de-toda-la-vida de Madrid, lo que significa que, aparte de cocido, callos y similares bajo diversas formas, hay numerosas aportaciones del norte y el sur de la península en interesante mestizaje, desde las croquetas de queso de Cabrales al “salmorejo a la madrileña”. Aunque dentro de un orden, porque se trata de una típica casa de comidas de Madrid exenta de servidumbres a la moda. Y todo está muy limpio pero como anclado en, pongamos, los años cincuenta.
En el pequeño comedor al que me conduce la belleza de aire etíope –es decir, alta y esbelta, increíblemente elegante con su cuello grácil sobre el que reina una pequeña y hermosa cabeza de pelo rizado y piel más dorado-tostada que chocolate- hay media docena de mesas y sólo dos están ocupadas. Conociendo los absurdos horarios de que hacen gala los nativos de Madrid, he tenido la precaución de llegar temprano para comer sin esperas ni agobios en una ciudad donde la gente se sienta alegremente a la mesa dominical a las tres y media e incluso más tarde, a la hora de la siesta.
Las paredes del comedor están alicatadas de colorines hasta media altura y la ventana bajo la que me siento es exactamente igual a la primera que hubo en la cocina de mis padres, con marcos de madera biselados, cerrajería de latón y cristales traslúcidos de textura rugosa. Nada que ver con las últimas tendencias. Altamente improbable que un lugar así sorprenda en la sección de cocina o fashion de los colorines de fin de semana, como los que traigo conmigo para amenizar la espera y saber de esos mundos del periodismo, tan remotos. Pero el vino de la casa es un Ribera de Duero joven y decente que, cosa no tan frecuente en Madrid en los bares sin pretensiones (e incluso o sobre todo en algunos de éstos), llega servido a la temperatura adecuada. Una caña bien tirada para entretener la lectura de la carta y decidir qué va a caer al plato, y todo marcha sobre ruedas.
Las tabernas clásicas de barrio muestran como pocos observatorios el ser social de esta ciudad, de la que muchos maldicen y que muchos más cientos de miles abandonan en masa en cuanto cae un puente o cualquier excusa, pero que para mí siempre ha sido acogedora y divertida (y deben opinar lo mismo los muchos donostiarras con los que doy en calles y plazas). Esta casa de comidas muestra, por ejemplo, su admirable y al parecer inagotable capacidad de absorción humana, de formación de una sociedad muy típica precisamente porque no pretende serlo, surgida de sumar e incluir gente venida de todas partes. Si antes esas partes eran las españolas, luego algunas latinoamericanas y ahora de todo el mundo –como sucede con este par de beldades ya plenamente madrileñas precisamente por haber nacido tan lejos-, la fórmula para conseguir esa integración ha sido siempre la misma: no preguntar a nadie de dónde es. No por falta de curiosidad –pues sí se preguntan otras cosas, incluso demasiadas-, sino por saber que ese dato es trivial, carece de relevancia. Pues, ¿qué más te da saber de dónde viene alguien, comparado con saber de sus gustos o intereses de cualquier tipo?
Veamos en vivo cómo funciona este proceso. Comparto comedor con una pareja joven y un trío de dos adultos maduros y un chico. Los jóvenes se marchan pronto, pero al poco nuevas mesas se ocupan con otros dos tríos muy parecidos a éste. ¿Será casualidad? Prestando un poco de atención en el sosegado comedor, el comensal descubre, por su idioma, que el primer trío es valenciano. Tienen toda la pinta de ser unos padres solícitos con su vástago universitario, invitado a comer ese domingo como despedida para el tramo final del curso. Los dos tríos recién llegados, más próximos a mi mesa, repiten ese patrón: un par de vascos con su hijo –el padre le dice a la madre al leer la carta: “mira, hay esto, como en Bilbao”-, que explica lo bien que se lo está pasando en la facultad, y un par de andaluces, de marcado acento, con su chaval. Los tres jóvenes, el valenciano, el vasco y el andaluz, deben haberse matriculado en cualquiera de las universidades de Madrid. No porque no las haya en su ciudad de origen, sino porque han tenido el buen criterio, y la suerte, de aprovechar la oportunidad para escapar del nido y conocer mundo. Aunque papá y mamá les invitan a comer, mañana, hoy, se despedirán de ellos y pasarán a ese nuevo mundo en constante recreación del que ya son agentes activos. En mi época, hacia 1975, habrían probado a estudiar en Barcelona, donde estaban las universidades más famosas y atractivas por el –entonces- ambiente cosmopolita de la urbe catalana, pero eso es cosa del pasado. Madrid ha ganado la batalla cultural a Barcelona simplemente, casi, por haber sabido desterrar esa pregunta tan urgente para los nacionalistas: “y tú, ¿de dónde eres?” (para, a continuación, reclamar complicidades a los nativos o impartir al foráneo un conferencia sobre las sagradas particularidades de su identidad).
La gran particularidad de Madrid es la de carecer de particularismo, más allá de algunos elementos anecdóticos que a los de fuera nos resultan más divertidos que molestos, exactamente al revés de lo que sucede en las cada vez más insufribles “comunidades históricas” (¿y cuál no lo es o se postula para serlo?). Gracias a eso, Madrid, la sociedad de esta ciudad, se ha convertido en una excepción a la tendencia dominante en España, una fuerza que tira en sentido contrario y por tanto en la última esperanza de redención contra el naufragio en la trivialidad elevada al rango de categoría. Por fortuna, tiene el suficiente tamaño y potencia para superar con éxito el pegajoso asedio del artificioso particularismo de la “España multinacional”, donde lo mezquino nunca es lo suficientemente mezquino y siempre tiende a empeorar. Y uno se marcha de esa tasca tan madrileña, precisamente por la variedad humana que acoge –las chicas emigrantes, los comensales viajeros y hasta su par de americanos tomándose unas cañas junto a la puerta-, con la esperanza de que esta de suma y sigue sea la España real que acabará abriéndose paso y emergiendo, a pesar de los pesares, entre esa marea negra compuesta de logreros, caraduras y mentecatos cainitas o paletos que dominan el cotarro patrio, incluyendo a las fuerzas vivas de la Capital, que no de Madrid (conviene distinguir ambas cosas, la Corte y la Villa). Siempre nos quedará, a los foráneos o madrileños a tiempo parcial, la perfecta desconexión que representa volver unos días a nuestros lugares de origen para marcharnos en cuanto fastidie demasiado su particularidad. Un día de estos cuento cómo son las cosas, por ejemplo, en mi ciudad de bolsillo, San Sebastián, donde es tan estupendo llegar a pasar unos días o semanas como marcharse una vez bien pasados. Entre tanto, ¿no es una suerte inmerecida vivir a caballo de estos dos mundos? Sí, entre la sociedad abierta (y sus enemigos) y la sociedad gastronómica (y sus indigestiones).
La verdad que soy de los que piensan como Hobsbawm, que es posible tener diversas identidades y que las mismas pueden ser perfectamente compatibles, como por ejemplo ser madrileño y español, o ser catalán, hablar la lengua catalana y pensar en catalán para sentirse también español, porque soy de los que opina que el sentimiento de españolidad es un sentimiento voluntarista que debería estar por encima de barreras linguísticas, con lo que no debería ser objeto de confrontación el sentirte parte de un todo cuando se exprese en castellano, vasco, gallego o catalán.
Aún así, ciñéndome al artículo, has dado en el clavo con la idiosincracia de los madrileños, una forma de ser forjada por ser el receptor de las españas, y ahora de las américas, europas y áfricas, porque evidemente uno es madrileño cuando se nace, sino que también se es madrileño cuando uno se hace al venir aquí y formar parte de esta ciudad, y sin perjuicio de perder identidades, pues todas son compatibles, armonizables y respetables, porque uno es madrileño y a la vez cosciente de donde provienen sus padres y abuelos, y es que lo de fuera y lo de dentro ha hecho de madrid y de sus gente una sociedad muy peculiar, singular y universal.
Eso si, a medida que vayan creciendo las grandes ciudades de España con su acogida de ciudadanos de España y fuera de España irán adquiriendo los mismos caracteres y formas de ser de la capital y que percibo que es así en ciudades como Barcelona, Valencia o Sevilla.
Soy José R. Bravo, simpatizante de UPyD, y al igual que Vd. tampoco soy de Madrid. Me trasladé a vivir a esta ciudad huyendo de los nazionalistas, pues soy de Barcelona, hace ya más de once años. Todavía está vivo en mí el recuerdo de aquella sensación de libertad -libertad ciudadana sin más- que supuso el establecerme aquí, aunque para ello tuviera que dejar atrás familia, amigos y recuerdos de mi infancia, adolescencia y primera juventud. Voy a Barcelona sólo para ver a mi familia y contactar eventualmente con amigos que no se hayan vuelto nazionalistas, y es cierto que por cortos períodos la estancia se «soporta» y hasta puede ser agradable (y tal vez por ello muchos que no han conocido la faz del nazionalismo de cerca dudan de que sea tan malo, sólo porque lo han pasado muy bien durante algunos días en Barcelona o San Sebastián: ilusos). Pero no nos engañemos: para alguien que tenga una mínima conciencia ciudadana, amor a la libertad y a la crítica política, que se sienta español y quiera conservar su lengua materna española y vivir como miembro de pleno derecho de la sociedad, el nazionalismo es una cárcel insoportable, una atmósfera asfixiante.
Personalmente, después de haber viajado y hablado mucho sobre este asunto con personas de toda España, soy muy pesimista sobre el futuro político de mi tierra de origen -Cataluña (aunque sólo de nacimiento, no de sentimiento)-. Creo que a pesar de que en el País Vasco exista la ETA y un nacionalismo feroz en un 50% de la poblaciñón, en Cataluña la situación es incluso peor por cuanto la burguesía nazionalista/burocraticista gobernante ha conseguido convertir en nazionalista a una población que mayoritariamente no lo era de forma más efectiva que en el País Vasco, sin recurrir a la violencia física y con el consenso de todas las fuerzas políticas y todos los medios de comunicación. Es inútil y deprimente intentar razonar con la mayoría de la gente de la Cataluña de hoy, perfectamente anestesiada y abducida por el nazionalismo y sos absurdos dogmas. Es un mundo surreal, virtual, en el que todos se han tragado las mentiras de los nazionalistas y las asumen como verdades inamovibles. La diferencia esencial entre la clase política española central («madrileña» si se quiere) y la catalana es que la primera no tiene un proyecto político ni sentido de estado ni del papel de España en la Historia y en el mundo, en cambio la segunda sí tiene un proyecto político para Cataluña. Poco a poco, con total eficiencia, han ido conformando un estado paralelo en Cataluña, en lo económico, en lo jurídico-político y en lo social, reforzando su base demográfica nazionalista que ha pasado de 1 a 7 millones de adeptos (y si no al tiempo). Mientras, en Madrid se discute de galgos y podencos, pero ellos, los catalanistas, pasito a pasito hacia su objetivo final, la independencia total de España y el «genocidio» (me permito abusar del término) lingüístico de 4 millones de hispanohablantes, que no pueden educar a sus hijos en su lengua materna, que es el oficial del estado en que viven y que es además uno de los más hablados del mundo (algo que no ocurre en ningún otro país de la Tierra). Por eso elegí Madrid como sociedad, aunque abomino de los políticos y la torpe y acomplejada burguesía madrileña. Y seguramente por eso un día elegiré marcharme de España.
Yo también vivo en la ciudad del «marco incomparable» de La Concha y desde hace ya tiempo que voy a Madrid a respirar y coger oxígeno cada vez que puedo..ja, ja ¿a Madrid a coger oxígeno? me suelen decir..sí, sí, tal cual. Uhmmm….qué rico el aire de Madrid..
-Que bonito saber que existen personas distintas y con otras costumbres que viven con nosotros compartiéndolo todo.
-Eso ocurre aqui, no creas que es general, en otros sitios queren ser ¡diferentes!.
-Pobrecillos si tienen que fingir lo que no siente y ponerse el corsé de lo distinto, porque los pobres no conocen la libertad.
-Sabes que hablo de Madrid ¿no?.
-Si, y de Madrid Al cielo ¿no?.
-De momento si, esperemos que dure.
-Esperemos.
Yo vivo en Madrid. Tal vez por eso, tengo una percepción no tan idílica de la ciudad. También conozco o padezco otros aspectos no tan excelentes de vivir en Madrid. Como los atascos de tráfico y el tiempo perdido diariamente en ir y volver al trabajo, los elevados precios de la vivienda y de la vida en general, el ruido, el tráfico y la necesidad vital que genera la ciudad de descansar en ambientes más naturales y relajados, y que en definitiva es la causa de que abandonemos en masa [la ciudad] en cuanto cae un puente o cualquier excusa o que al menos lo intentemos siempre que las circuntáncias lo permiten.
Es cierto que todos estos inconvenientes se compensan en cierta medida con más oportunidades laborales y sueldos medios algo más elevados que en otras ciudades más pequeñas, una oferta de ocio mayor (aunque en la práctica te das cuenta de que la mayoría no hacemos realmente un gran uso de ella), y la sensación de libertad e independencia que puede dar una gran ciudad en la que la gente no se conoce.
Madrid es una ciudad grande, y en parte por ello y también por su diseño urbanístico y su gestión municipal presenta objetivamente menor calidad de vida, al menos en ciertos aspectos, que las ciudades de menor tamaño.
Con todo, estoy de acuerdo en que la mayor virtud de Madrid es su gran capacidad de acogida e integración. Efectivamente la mezcla cultural y de procedencias hace imposible que pueda existir un sentimiento nacionalista o identitario excluyente, como sí existe en otras zonas de España. En cierto modo, típicamente los madrileños se sienten, tanto o más que de Madrid, también de algún otro sitio como del pueblo de origen de los padres o abuelos, en los que con suerte se conserva alguna propiedad a la que escapar. Aunque realmente luego uno tampoco se puede considerar de allí, al menos en comparación con los ‘auténticos’ habitantes del pueblo y su frecuente sentimiento identitario más o menos excluyente, y sobre todo ‘auténtico’ frente a los veraneantes madrileños. En cierto modo, creo que ser madrileño es en cierto modo como no ser de ningún sitio.
Por otra parte, me parece interesante y estoy muy de acuerdo con la diferenciación entre la Corte y la Villa. Existe una costumbre, muy malintencionada, frecuente sobre todo en el nacionalismo vasco y catalán de confundir España con Madrid. Como el gobierno de España, las Cortes y todas las instuciones del Estado nos representaran más a los madrileños que al resto por el hecho de estar situadas aquí. Cuando es justamente al revés: el sistema electoral hace que el voto de un madrileño valga menos que el de un vasco, un catalán, un soriano o un murciano. Lo cual no es precisamente
una característica muy justa ni democrática del sistema. El hecho de que en 30 años no se haya cambiado, ni intendado cambiar hsta ahora, no obedece sólo al interés de los dos grandes partidos nacionales, sino también al complejo frente al nacionalismo periférico y al aberrante plus de legitimidad de que esta ha gozado desde los años 70.
La verdad es que también me encanta el cada vez mayor cosmopolitismo de Madrid, creo que esto vence a todas las incomodidades que tiene con respecto a otras ciudades del mundo y no hablo sin conocimiento de causa, por mi trabajo de consultor de tecnología me he pasado un año en Barcelona, otro en Holanda, otro en Alemania, 6 meses en México DF, 6 en Brasil, ahora estoy entre semana en Argelia reorganizando el sistema fiscal etc… tanto dar vueltas por el mundo tratando de escapar del olor a cerrado de mi querido Bilbao y precioso Guecho (pero que me desespera en sus cerrilidades al cabo de ciertos días) buscando…, y es cierto que la atmosfera de Madrid es una gozada…, por alegre y cada vez mayor exotismo…., confío en que el resto de ciudades españolas sigan el ejemplo, en particular la mía…
Un bilbaino