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PROFESORES DE LA UPV-EHU CONTRA ETA: UNA HISTORIA QUE CONTAR

Tras leer en la prensa de hoy, domingo 15 de noviembre de 2015, comentarios de lectores a la noticia del pequeño acto de ayer en San Sebastián, donde presentamos el Informe elaborado por Maite Pagazaurtunda y su equipo, con la colaboración en el texto de Fernando Savater (que ha impulsado la iniciativa en homenaje, también, a su esposa recientemente fallecida, Sara Torres) y la mía propia, titulado Los profesores de la UPV frente a ETA, comentarios que niegan la mayor, es decir, que tales profesores hayan sufrido la persecución de ETA y que más bien se trata de aprovechados y cuentistas, me he decidido a publicar aquí el prólogo que he escrito para el mismo. No es un tema con el que disfrute personalmente. Por eso es un texto breve para lo mucho que hay que contar. Lo he ampliado aquí con algunos comentarios adicionales entre corchetes [] y en cursiva.

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La Universidad entre el miedo, la sumisión o la resistencia al terrorismo

Carlos Martínez Gorriarán

En la fase final y paroxística de la actividad terrorista de ETA, tras el asesinato del concejal de Ermua Miguel Ángel Blanco en 1997, la Universidad del País Vasco (UPV-EHU) se convirtió en un campo de batalla no solo entre ideas –esa función se le supone-, sino entre terroristas y ciudadanos decididos a serlo.

Chocaron dos voluntades: una agresiva, de dominación, que buscaba poner la universidad pública al servicio del nacionalismo totalitario sin que importara el precio, y otra de resistencia empeñada en preservar el carácter científico pluralista y abierto atributo de la universidad moderna, incompatible con el fanatismo etarra y con el nacionalismo obligatorio que avanzaba a su rebufo de miedo y complicidad.

Entre dos fuegos

Los agresores contaban a su favor con el útil apoyo del miedo a ETA, que había permeado en profundidad a la sociedad vasca –aún se tardará mucho en reconocer esta desagradable evidencia- y llevado a no pocos a confundir pacifismo y tolerancia con pasividad y cobardía ante el crimen. Los resistentes contaban con el apoyo de un Estado de derecho no demasiado implicado… y con su propio coraje. Porque la popularidad estaba más bien del lado de los que más miedo daban, es decir, del lado de ETA y su amplio entorno de organizaciones de toda laya, profundamente implantadas en la Universidad del País Vasco [por ejemplo, la organización estudiantil más implantada, Ikasle Abertzaleak (IA), formaba parte del archipiélago ETA-Batasuna y era la versión “académica” de la ilegalizada Jarrai, las juventudes etarras; en cambio, no existía nada parecido de cualquier otra orientación ideológica, y los intentos de crearlo fueron desbaratados por amenazas y ataques abertzales casi siempre impunes. Naturalmente, pese a su escasa entidad real, IA conseguía la mayor representación en los Consejos de Estudiantes y en la estratégica cuota estudiantil de la Junta de Gobiernos de la Universidad].

La UPV-EHU se creó en 1977 [a partir de la Universidad de Bilbao y de varios centros dispersos que dependían de Valladolid, Barcelona y otras universidades; la única universidad existente en el País Vasco a lo largo de la mayor parte del siglo XX era la jesuita Universidad de Deusto], en plena Transición a la democracia y en un ambiente ideológico e institucional tan escéptico e incluso hostil al constitucionalismo como favorable a la expansión del nacionalismo, tanto radical como posibilista. El nacionalismo siempre ha entendido la importancia de la educación, en todas sus etapas, para asentar la hegemonía política y cultural a la que aspira, hegemonía que sin controlar la educación, desde preescolar hasta el doctorado, se antoja imposible. Sin embargo, en el ambiente de la época los constitucionalistas estaban dispuestos a conceder al nacionalismo todo lo que hiciera falta para que se sintiera justamente tratado, y el control de la educación fue uno de los primeros obsequios recibidos, tanto en Cataluña como en el País Vasco y en menor medida en otras comunidades. Pocos se lo disputaron, e incluso alguien de la altura intelectual y crítica de Julio Caro Baroja, un liberal, admitía compensar culturalmente al nacionalismo por los largos años de persecución bajo el franquismo (que, en cualquier caso, nunca fue en exclusiva y a menudo fue imaginaria).

[Uno de los cuentos más extendidos era que Franco prohibió hasta su muerte cualquier actividad educativa, cultural o editorial en euskera. Lo cierto es que a partir de 1950 se volvieron a publicar libros y revistas en euskera (bajo censura previa, igual que en español), muchas veces por editoriales dependientes de la Iglesia, y que poco después aparecieron las primeras ikastolas, toleradas por el régimen a condición de que fueran poco menos que invisibles… A partir de 1968, aproximadamente, la actividad cultural en euskera creció mucho en todos los campos. Sufrió las mismas penalidades y represión que la hecha en español, catalán o gallego a extramuros del régimen, no más ni menos. Y las ikastolas ya eran plenamente legales en la década de los setenta, aunque fueran pocas y caras debido a su carácter 100% privado o cooperativo]

Dicho de otra manera, y esto tiene su importancia para nuestra pequeña historia, el nacionalismo no estaba acostumbrado, ni dispuesto, a que se discutiera su presunto derecho al control ideológico e institucional de la educación. Si esto fue relativamente fácil y rápido en la enseñanza obligatoria, que depende en gran medida de los fondos públicos y las políticas gubernamentales y podía renovarse a bastante velocidad jubilando o reciclando a las plantillas veteranas de maestros y profesores, el control no era tan sencillo en el caso de la universidad pública, con amplia autonomía para gestionarse y un ritmo diferente de renovación de sus recursos humanos [como muestra, los primeros Rectores de la UPV-EHU ni siquiera eran vascos, pues gran parte del profesorado era “importado” hasta que se fue eliminando, estúpidamente, la movilidad de los docentes universitarios entre las universidades españolas, propiciando la endogamia y el localismo lacerante que ha convertido tantas facultades españolas en una especie de nuevo instituto de segunda enseñanza].

En apariencia, la UPV-EHU no era muy distinta a otras universidades españolas. Aparte de las intrigas y malos hábitos tradicionales de la institución (como la endogamia y el clientelismo), hasta los años noventa nada parecía oponerse al desarrollo de una vida académica normal. Hasta que irrumpió el debate político descarnado en torno al terrorismo y la legitimidad de su justificación, es decir, de si existía o no un “conflicto vasco” que, si no justificaba, al menos sí explicara el porqué de la “lucha armada”, para usar los eufemismos habituales.

Naturalmente, si alguien tenía algo que decir al respecto, con mayor o menos interés y acierto, era el variado colectivo de profesionales del derecho, la filosofía y las ciencias sociales que sienta sus reales en la universidad. No solo por interés teórico sino por obligación moral y política, pues el profesorado universitario vive de fondos públicos y el terrorismo ataca a toda la sociedad. De modo inevitable, el debate se fue deslizando del problema del terrorismo y la violencia al de la legitimidad de las ideas que lo justificaban y de su proyecto político, con lo que finalmente no fue solo ETA la señalada como origen del problema, sino el nacionalismo vasco en su conjunto en la medida en que asumía el discurso del “conflicto” y del choque de legitimidades, poniendo al mismo nivel al Estado constitucional y a ETA, a los verdugos y a sus víctimas.

Jugarse la vida o callar para siempre

Muy pronto se reveló que era mucho más que un debate académico: era un debate inevitablemente político en el amplio sentido de la palabra, e implicaba una toma de posición igualmente política, además de una opción ética: arriesgar la propia seguridad o renunciar a la libertad de expresión y conciencia. La facilidad con que el compromiso político y ético puede escamotearse en un debate académico que se quiere revestir de objetividad neutral no podía resistir mucho tiempo a la evidencia de que se estaban juzgando no representaciones abstractas, sino muertes y sufrimiento de carne y hueso. Asesinatos, atentados y secuestros de personas atacadas por lo que representaban o pensaban. Esto dio otro cariz al asunto, coincidiendo con la huida hacia delante de ETA y su extensión de la violencia a colectivos civiles antes poco amenazados: la violencia de persecución y la kale borroka teorizada, por cierto, por universitarios como el tristemente famoso dirigente de la banda llamado Txelis, José Luis Álvarez Santacristina, estudiante de doctorado considerado poco menos que un nuevo Wittgenstein por catedráticos prestigiosos que le rendían homenaje peregrinando a su exilio vascofrancés… pero esta es otra historia.

[historia que, desde luego, debe ser contada, y a la que pienso hacer una aportación personal porque viví en primera persona el increíble espectáculo de intelectuales prestigiosos, supuestamente críticos, entregándose con entusiasmo a la justificación e incluso la admiración de verdaderos criminales, mentecatos delirantes y sujetos repugnantes que, eso sí, tenían muy buenos contactos con avezados y peligrosos pistoleros y expertos en bombas].

Para enunciarlo desde el punto de vista de un docente universitario, pronto quedó claro que criticar a ETA no solo implicaba asumir riesgos de rechazo, señalamiento e incluso de atentados, sino que había más ventajas y facilidades profesionales jugando a la carta de la colaboración o la neutralidad –algo que permitía la teoría de la mediación- que enfrentándose al monstruo. Sale más a cuenta estudiar dragones que atacarlos, sin duda alguna. El pacifismo, que sin duda hizo en su momento una labor necesaria y muy encomiable de sensibilización social contra el terrorismo, ofrecía también todas las facilidades para convertirse en útil parapeto de quienes no querían ser considerados ni enemigos ni amigos del terrorismo, sino todo lo contrario.

Esto es algo que se ha ignorado a menudo: los universitarios que se enfrentaban activamente a ETA no solo arriesgaban la vida, sino que también ponían en peligro su carrera profesional. Desde luego, cualquiera puede comprender que no es fácil concentrarse en investigaciones y proyectos docentes cuando se tiene la cabeza puesta en mirar debajo del coche por si hay una bomba lapa, en ignorar o mantener la entereza ante matones que amenazan en el campus a voz en grito o interrumpen las clases mientras otros sonríen comprensivos, y en cuidar de si alguien te sigue y espía tus movimientos. Por otra parte, alguien señalado de esta manera en una comunidad dominada por el miedo se queda muy pronto solo. Distinguirse demasiado en esa militancia peligrosa, rechazada por la mayoría porque pone en evidencia obligaciones y situaciones que se prefieren ignorar, te convierte en un personaje impopular y aislado más allá del círculo íntimo [y además, contra lo que propalan los fariseos habituales, ser víctima real de algo no es precisamente un estatus envidiable, sino a veces desastroso para quien lo padece: su autoestima y equilibrio emocional quedan a veces muy tocados, como han establecido numerosas investigaciones psicológicas y éticas. La víctima auténtica más bien se avergüenza de serlo por mucho que sostenga una causa verdaderamente digna de ser defendida. Basta con recordar el caso de Jorge Semprún, víctima auténtica del nazismo en el campo de Buchenwald que no contó toda su experiencia en un libro, La escritura o la vida, hasta 1996].

La casualidad quiso que, siguiendo la rotación tradicional entre áreas académicas, me eligieran Director del Departamento de Filosofía de los Valores y Antropología Social justo en la época más dura, entre 2001 y 2005. Durante mi mandato llegó a haber cinco profesores del Departamento –creo que fue un récord absoluto- amenazados por ETA, lo que significaba desde tener que llevar escolta policial a todas horas [una de las cosas más desagradables e ingratas que hay para una persona normal que aspira a una vida normal] a, en algunos casos, ser apartados de la docencia. Se trataba de Sara Torres, la mujer de Fernando Savater recientemente fallecida, Aurelio Arteta, Mikel Azurmendi, Mikel Iriondo y yo mismo. En las facultades vecinas de Psicología y Derecho (en el campus donostiarra; el acoso se repetía en los campus de Vitoria y Leioa) había más profesores en la misma situación.

Eso no significaba que mi Departamento como tal se caracterizara por una militancia antiterrorista intensa y extensa, pues como en casi todos sus aproximadamente treinta miembros estaba profundamente dividido en tres grupos muy desiguales: los partidarios de ETA (categoría que incluye desde cómplices hasta observadores comprensivos), el mayoritario de los neutrales (un mundo de justificaciones en sí mismo) y los escasos comprometidos con el constitucionalismo (término positivo que ideamos nosotros para superar el negativo “no nacionalista”). Pero la escuela del pionero Fernando Savater se notaba, sin duda alguna, en que coincidiéramos tanto constitucionalista activo en ese mismo lugar y tiempo.

Movimientos cívicos

Lo que precipitó la entrada en la lista de objetivos de ETA fue nuestra muy activa participación en la creación e impulso del Foro de Ermua, en 1997 (básicamente una iniciativa surgida de la Universidad), y de Basta Ya en 1999, y creo que especialmente de la segunda[1].

Pese a lo que pueda creerse actividades de otro tipo, como la de libros y opinión crítica en los periódicos, en la que éramos muy activos, tuvieron mucha menos importancia. ETA reconoció muy pronto el peligro inherente a la actividad de movimientos cívicos que le disputaban la hegemonía en la calle y le plantaban cara en defensa del orden constitucional español, sin las reservas apolíticas del pacifismo tradicional. Coincidió que algunos profesores universitarios tuvimos un papel fundamental en el impulso y actividad de esos movimientos, obteniendo el raro e indeseable privilegio de representar una conveniente carambola a ojos de los terroristas: echarnos de la universidad y sustituirnos por partidarios o neutrales era una victoria evidente en el proceso de control de la universidad, y descabezar a los movimientos cívicos más activos un premio aún mayor. Dos por el precio de uno.

A lo largo del año 2000 la preocupación de las autoridades policiales y académicas por nuestra seguridad y la de la propia universidad fue en aumento, según se conocían las instrucciones de ETA a sus comandos informativos para que recopilaran información sobre nosotros, y según nos íbamos convirtiendo en objetivos de la kale borroka, lo que incluía desde recibir ataques con explosivos o cócteles molotov en el domicilio, a ser objeto y sujeto de pintadas y carteles amenazantes que nada tenían que envidiar a los dazibaos de la revolución cultural maoísta. Las fuerzas de seguridad les daban toda la importancia que tenían, pese a la interesada insistencia del nacionalismo gobernante en que la kale borroka era una ficción y ETA un grupo de activistas sin complicidades institucionales ni soporte político. El Gobierno Vasco estaba decidido a dar todas las facilidades para retirar del peligro a los universitarios amenazados, pero no a que se hablara del caso ni mucho menos a enfrentarse al fondo del asunto. Su política era no hablar de ello, lo que objetivamente ayudaba a los terroristas y aislaba a sus víctimas.

Durante el verano de ese año, tras los éxitos de las movilizaciones de Basta Ya, de la que era uno de los portavoces, recibí la visita de un responsable de escoltas de la Guardia Civil que me informó discretamente (al finalizar una conferencia en un curso de verano sobre la temática nacionalista) de que me habían asignado un servicio de protección de 24 hs como el que ya disfrutaban hacía algún tiempo otros profesores amigos. Al poco tiempo fue el responsable de seguridad de la propia UPV, un ertzaina, quien nos convocó a Mikel Iriondo y a mí para hablar de nuestra (in)seguridad y mostrarnos por encima el enorme dossier que había reunido con los datos sobre amenazas a nuestras personas, tanto en la propia universidad como en medios de comunicación de la llamada “izquierda abertzale”, que en aquellos años amenazaba de muerte y señalaba objetivos, justificando los atentados por anticipado, con toda impunidad [para decirlo claramente: los responsables de seguridad temían que fuéramos asesinados cualquier día de esos, y en concreto mi compañero y amigo Mikel Iriondo fue objeto de seguimientos sistemáticos de un comando que planeaba acabar con su vida mientras residió en Eibar; el comando fue finalmente detenido y el asunto quedó acreditado en el juicio sin duda ninguna].

La universidad nos pidió que suspendiéramos por tiempo indefinido nuestra actividad docente en atención al riesgo que suponía la posibilidad de un atentado para el alumnado, y también por nuestra propia seguridad: nada hace más vulnerable a un atentado que vivir atado a rutinas previsibles e inevitables como los horarios académicos. Por fortuna los etarras no eran suicidas yihadistas. Solo perpetraban sus asesinatos cuando estaban seguros de tener todo a su favor y de actuar con información suficiente. Esto condujo a anécdotas divertidas, dentro del humor negro que cabe, como la información, que llegó al juzgado de la AN que entonces llevaba el juez Garzón, de que se me había visto conducir un impresionante deportivo descapotable rojo al salir de clase… Puesto que los terroristas nos asignaban fines totalmente innobles y mercenarios, a sus ojos debía ser inevitable que nos condujéramos como una especie de 007.

Una normalidad fingida

Una peculiaridad de la UPV en aquellos años tristes y épicos es que el propio Rector, el historiador Manuel Montero y varios miembros de su equipo, estaban no menos amenazados de muerte debido a su intensa militancia democrática y constitucionalista. Su elección disgustó a todas las ramas del nacionalismo [las pacíficas y las armadas discrepaban en el cómo, algo sin duda importante, pero también sin duda compartían el objetivo común de reservar a los nacionalistas la cúspide de las instituciones vascas de cualquier tipo, desde las Cajas de Ahorro a la Universidad, pasando por clubs deportivos o asociaciones vecinales].

Aunque el equipo rectoral decidió incrementar la seguridad dando toda clase de facilidades laborales a los docentes amenazados, también optó por simular la normalidad en la medida de lo posible. En eso no estuvimos de acuerdo. Creíamos que debíamos denunciar abiertamente en todos los foros posibles que en una universidad pública española y europea de principios del siglo XXI había universitarios (tanto profesores como estudiantes, como el socialista Eduardo Madina, que perdió una pierna en un atentado el año 2002) amenazados de muerte por defender públicamente ideas democráticas y enfrentarse al terrorismo. Ese afán de normalidad condujo a lo que a mi juicio fueron errores como minimizar la trama de privilegios a terroristas encarcelados, convertidos con todo descaro en “alumnos presos” que obtuvieron titulaciones imposibles de obtener desde una cárcel, o simplemente regaladas por sus sicarios.

En descargo de aquel equipo debo decir que ningún fiscal ni juez, ni otra institución del Estado aparte de las fuerzas policiales, ni desde luego muchos periodistas, mostró gran entusiasmo por investigar unos hechos que ponían en entredicho que España fuera un Estado de derecho y una democracia digna de tal nombre, puesto que una mafia al servicio de terroristas encarcelados llegaba a amañar cursos académicos impunemente. Incluso los rectores de otras universidades españolas que mostraban su indignación con la situación de la vasca y nos ofrecían ayuda (facilitando por ejemplo comisiones de servicio a profesores amenazados) no terminaban de asumir la profunda gravedad de lo que estaba sucediendo no ya en la UPV (ojalá hubiera sido una rareza), sino en la sociedad e instituciones vascas y por ende, en las españolas en su conjunto. Pues una banda de fanáticos y asesinos, ayudados por el miedo o la indiferencia de la mayoría, estaba ganando la batalla a la democracia en la universidad pública y en muchas otras instituciones vitales. Se prefería ver un trastorno pasajero que la policía arreglaría deteniendo a los responsables.

Así pues, las autoridades académicas de los niveles afectados estuvieron a la altura de las circunstancias en lo que a seguridad se refiere, pero la preservación del buen nombre de la institución y el comprensible interés por preservar un clima de “normalidad académica”, que estaba muy lejos de existir, llevaron a ocultar o minimizar hechos que aconsejaban mucha más decisión. Ciertamente fingir era más fácil porque tampoco había mucho interés en que se conocieran cosas que avergonzarían a cualquier sociedad normal; de hecho, nuestro caso despertó más interés entre la prensa extranjera que en la nuestra [en mi caso, di entrevistas o datos para reportajes a periodistas de medios franceses, italianos, británicos y alemanes, que yo recuerde, pero a ninguno español ni por supuesto vasco]. Sin embargo, estoy muy agradecido al apoyo incondicional que recibí del decano de mi facultad, Luis Lizasoain, que asumió sin el menor reproche riesgos importantes en un ambiente poco comprensivo [sencillamente, la mayoría de nuestros compañeros y la inmensa mayoría de los alumnos querían perdernos de vista y sustraer cuanto antes de sus tranquilas existencias el peligro que representábamos] cuando acepté suspender la docencia pero me negué a renunciar a la dirección del Departamento, y también por algún compañero que rechazó interrumpir sus clases en ningún caso y se resistía a llevar escolta. Y la del vicerrector de Profesorado, el sociólogo Víctor Urrutia, siempre dispuesto a ayudar y buscar soluciones, como todo el equipo de Manu Montero.

Muchos centenares de profesores se implicaron activamente en la protesta contra la ofensiva terrorista en la universidad, firmando manifiestos o dando testimonio activo de lo que estaba pasando. Aunque como es inevitable algunos fuéramos los representantes más conspicuos de aquella resistencia, lo cierto es que ésta no hubiera existido de no haber contado con el apoyo y la implicación, en grado variable, de muchos otros. Ni creo que hubiéramos perseverado en tan ingrata y peligrosa tarea de no mediar el apoyo y agradecimiento de muchísimos ciudadanos vascos y españoles anónimos que nos consideraban su voz y la última esperanza contra el terrorismo y el nacionalismo obligatorio. Fernando Savater ha contado emocionantes anécdotas al respecto, pero todos vivimos otras parecidas: personas que te paraban por la calle para pedirte que, por favor, no les dejáramos solos y siguiéramos dándoles voz y visibilidad en los medios de comunicación y en las calles del País Vasco [es un hecho que durante bastantes años, los peores de aquella época, opinar sobre y contra cosas como el terrorismo y sus tramas políticas y sociales implicaba dar voz a muchísimas personas que no tenían nadie más que hablara por ellas (la mayoría de políticos y periodistas, con muy honrosas excepciones, eludían la cuestión, salvo cuando se producía un atentado), cosa que también merece un buen estudio a fondo bien documentado].

Quizás lo más difícil de entender sea no tanto la actitud de los filoetarras como de aquellos que decidieron poner distancia, adoptar una neutralidad artificiosamente argumentada o incluso acusarnos a las víctimas de la persecución de explotarla en nuestro beneficio personal. Hay alguna cosa escrita en este sentido por sedicentes colegas que formaría parte, con todos los honores, de la historia de la infamia imaginada por Borges. O la actitud de examigos y colegas que dejaron de serlo para librarse del estigma de exclusión que la víctima siempre arrastra consigo. Hay que comprender que a la campaña de persecución de ETA se añadió otra más infame, si cabe, de determinados plumillas del mundo nacionalista oficial [véase la recopilación de infamias publicadas en la prensa nacionalista del periodo en el Informe de Maite Pagazaurtundua (Los profesores de la UPV frente a ETA, 2015) reunido por Sara Torres; una buena muestra y en absoluto exhaustiva] que nos difamaban e injuriaban desde sus potentes altavoces mediáticos, y encontraron amplia simpatía (ellos) entre cierta izquierda y los nacionalistas del resto de España. Como dijo un amigo, los etarras eran sus hijos pródigos, mientras nosotros éramos hijos de una clase muy diferente. Aunque estas actitudes indecentes no tengan justificación alguna, tampoco es fácil resistir a una pinza semejante en la universidad de una sociedad tan atemorizada que niega hasta el miedo que la atenaza [el argumento negacionista habitual, que se nos aplicó y aplica, es que la víctima lo es para aprovecharse de la situación o por puro resentimiento; el mismo que usan los negacionistas antisemitas del Holocausto judío o quienes opinan que las mujeres víctimas de violencia sexual “van provocando”].

Una anécdota atroz de esa época ilustra esa (a)moral y el relato de la negación. El también profesor (de la Universidad de Deusto) y político José Ramón Recalde (fue Consejero socialista de Educación en el Gobierno Vasco de coalición PSE-PNV) sufrió un atentado de ETA, un disparo a bocajarro en la cabeza que casi acabó con su vida. Pero sobrevivió y fue llevado al hospital a tiempo. Cuando convalecía recibió la visita del lehendakari Ibarretxe, que intentó consolar a los indignados hijos del herido, supongo, encomiando lo bien que se vivía en el País Vasco y demás tópicos bobos al uso. El propio Recalde le corrigió con un hilo de voz: “no todos lehendakari, no todos vivimos tan bien”.

Concluyendo, la UPV sufrió una ofensiva terrorista sin precedentes porque atrajo sobre ella un doble objetivo: conseguir el control y la supremacía ideológica, y eliminar a los movimientos cívicos que estaban disputando la calle y el relato. Coincidió que algunos estuvimos años en el punto de mira por ambas razones. Creo que conseguimos algo valioso: demostrar que el terrorismo era mucho más que violencia física, que existía una violencia simbólica e intelectual que la precedía y justificaba, que esta doble violencia medraba gracias al miedo y el colaboracionismo disfrazado de neutralidad, y que sin embargo era necesario y posible hacerle frente y coadyuvar a su derrota.

El nacionalismo nunca ha querido admitir esta verdad de fondo, y a día de hoy sigue rechazando que en la UPV-EHU pasara lo que pasó, como lo demuestra la actitud burocrática e insensible del último equipo rectoral con profesores temporalmente apartados por razones de seguridad, a los que llamó a la normalidad laboral con el final de los atentados de ETA, como si se hubiera tratado de una baja laboral por enfermedad o un largo periodo sabático, y no de un ataque prolongado y brutal contra los derechos humanos y la democracia [naturalmente, ese equipo rectoral negacionista no puede admitir que esos profesores hayan hecho algo que niegan de partida: defender el honor de la propia Universidad].

Pero escribo cuando todavía soy diputado de UPyD, y resulta que esta es la única Legislatura desde 1977 en que no hemos lamentando ningún asesinato de ETA. Aunque la victoria haya sido incompleta y aunque muchas pérdidas ya nunca tendrán reparación, contribuimos a lograr el fin de los atentados y la violencia política. Deber cumplido, podemos decir en voz alta.

[1] He contado esta época con cierta extensión en Movimientos Cívicos, de la calle al Parlamento. Ediciones Turpial, Madrid 2007

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5 comentarios a “PROFESORES DE LA UPV-EHU CONTRA ETA: UNA HISTORIA QUE CONTAR”

  1. Santiago Asperilla dice:

    Quienes desde la distancia viviamos lo que pasaba en el País Vasco, y naturalmente en la UPV, valoramos este nuevo esfuerzo de que no se olvide lo que pasó.
    Siento, he sentido y sentiré por usted/es reconocimiento, admiración y agradecimiento.
    Reciba mis mejores deseos.

  2. josejazz dice:

    He leído los comentarios a los que se refiere (en el diario El País, supongo), porque no lo podía creer, y me he quedado pasmado.

    Es increíble que ante gente como usted que se ha jugado la vida y la profesión haya miserables y gusanos como esos que les acusan de cuentistas y de irse del País Vasco para medrar. Realmente tenemos una sociedad enferma, cobarde, pusilánime y miserable, sobre todo en el País Vasco, y merecemos lo que nos ocurra. Mucho ánimo y que este episodio no se quede en el olvido.

  3. Es difícil luchar contra la maldad porque en la maldad habitan los cobardes y es más fácil ser cobarde que valiente.
    Un Saludo Carlos.

  4. antonio dice:

    Mi HOMENAJE a todos ustedes.
    Creo que es una historia que merecería ser publicado en formato libro, tanto en papel como en ebook.
    He visto un pdf en La Tribuna del País Vasco de hoy mismo, pero para mi desgracia solo aparecen las págs. 64-65 del Informe, que contienen el epílogo de don Fernando SAVATER.
    ¿Sería posible que lo publicasen an algún sitio? Y no quiero que lo regalen, pues estoy dispuesto a comprarlo. Es lo mínimo. Y si las posibles ganancias que se obtengan se destinan a ayudar a alguna de las asociaciones de victimas del terrorismo, mejor que mejor…

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