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CUANDO MARX NO CONSIGUIÓ ENTENDER A DARWIN

El escaso impacto de la evolución darwinista en la filosofía y ciencias sociales

(este artículo fue publicado en CLAVES DE RAZON PRÁCTICA, nº 240, 2015)

 

La relación entre Karl Marx y Charles Darwin han sido objeto de larga controversia. Según unos Darwin supo reconocer en Marx a un político ajeno a la ciencia, mientras que otros han especulado con una cercanía filosófica que debería conducir a una complicidad acaso disimulada por la conveniencia. Los hechos probados indican más bien que Marx puso mucho más interés en la relación con Darwin que al contrario, pero no sin prejuicios que frustraron cualquier auténtico entendimiento, siquiera de una probabilidad remota.

No se trata de una mera curiosidad de la historia de las ideas: la dificultad, incluso la imposibilidad de un entendimiento productivo, dice mucho de la evolución divergente que tuvieron, irónicamente, la teoría de Darwin acerca de la evolución natural de la vida, inmediatamente atacada por su materialismo, y una doctrina materialista, la de Marx, que durante más de un siglo ha tenido una influencia avasalladora en el campo de las ciencias sociales y la filosofía.

Marx Darwin

Evolución, una idea tardía

El concepto de evolución como proceso gradual de cambio de las cosas es curiosamente tardío. Resulta sorprendente que no aparezca en el pensamiento clásico. Pese a la importancia que el problema del cambio y de su realidad o ilusión tuvo para Heráclito, Demócrito, Parménides y otros pesocráticos, la evolución está ausente de su pensamiento. Respecto a Platón, interpretó el cambio en sentido negativo, acorde con su doctrina de caída del alma desde el mundo de las ideas al de la materia. Y Aristóteles se extiende ampliamente en Política sobre el concepto de revolución, entendido como cambio brusco de constitución política, por ejemplo de la democracia a la tiranía y de ésta a la oligarquía, pero tampoco esboza un concepto de evolución gradual.

También el cristianismo, pese a su concepción de progreso hacia la salvación, parte de un mito de Origen y Caída inicial totalmente ajenos a la lógica evolucionista gradual. Y las fascinantes ideas de cambio desarrolladas en las filosofías y religiones orientales, o en la cosmología maya, remiten a un universo cíclico de sucesivas creaciones y destrucciones, o a una dialéctica permanente sin solución, como la taoísta entre yin y yang. La teoría de la evolución natural es una torre solitaria alzada sobre el paisaje de ideas sobre el cambio.

Hay que esperar a la filosofía moderna de la naturaleza para que se debilite ese modelo estático o circular. El debate sobre la finalidad de la naturaleza y de la historia, y sobre la naturaleza de la ética y de la economía política, unido al método científico, abrió un marco conceptual diferente que condujo a una persona de ideas políticas moderadas, Charles Darwin -aunque firmemente igualitarista y enemigo de la esclavitud, una tradición política familiar-, a proponer un paradigma realmente revolucionario sobre la naturaleza y la evolución que rige sus cambios.

El impacto de la teoría de la evolución de Darwin fue muy grande en lo relativo a su popularidad e impopularidad ideológica y religiosa, pero bastante menor en la filosofía y las ciencias sociales (o las disciplinas que aspiraban a serlo). Quizás porque, como dijo Schumpeter, sus libros “fueron muy leídos por el público en general, provocaron apasionadas discusiones y reamueblaron eficazmente los aposentos mentales de la burguesía, aunque parece que en la mayoría de los casos los nuevos muebles no expulsaron los viejos trastos metafísicos, sino que se limitaron a ocupar espacio aún vacío.”[1]

Incluso teorías sociales que buscaban fundamento en Darwin, como el evolucionismo social de Spencer, lo entendieron mal, y el resto lo ignoraron. Lo que es tanto como decir que la corriente científica más importante en la comprensión de la vida desde 1859, año de la primera edición de El origen de las especies, fue malinterpretada o prácticamente ignorada durante 150 años por las disciplinas que pretendían explicar la naturaleza y la conducta humana derivadas de la vida “biológica” general. Es algo que requiere una explicación, que parece estar ligada a la evolución del propio concepto de naturaleza y de su papel en la existencia y conciencia humana.

El papel de la naturaleza como fuente de ley y moral

 

En las religiones monoteístas el papel de la naturaleza como fuente de la ley es suplantado, como es sabido, por el dominio absoluto de la ley divina. Así que en Occidente el papel normativo de la naturaleza en los asuntos humanos se refugió en el iusnaturalismo o teoría de una “ley natural” universal, de origen divino o alternativa teísta a Dios. Pero, en un sentido fuerte, la idea de una Naturaleza rectora que da normas, como la que reinó en la filosofía clásica desde los presocráticos a Lucrecio, no vuelve a resucitar hasta la modernidad.

Los ilustrados desarrollaron una teoría de los Derechos del Hombre surgida de un iusnaturalismo basado en la evidencia de sentimientos comunes universales a todos los hombres, como el deseo de libertad y la búsqueda de la felicidad. Está idea fundamenta la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, de 1776, y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Asamblea revolucionaria francesa en 1789.

En este universo teórico, que sigue alimentando la democracia moderna, es cierta evolución histórica quien conduce a la humanidad desde el “estado de naturaleza” al de civilización y cultura a través del “contrato social”. No nos detendremos ahora en la gestación y vicisitudes de un concepto que Rousseau fijó de un modo ambiguo y algo ominoso por la débil garantía de los derechos individuales frente a la omnipotente “voluntad general” de la mayoría (o de quien se arrogue representarla).

Pero hay una idea fija que luego heredarán positivismo, marxismo, anarquismo y liberalismo: la historia ha hecho su tarea evolutiva, y la civilización occidental representa –con algunos retoques pendientes- la cumbre de la naturaleza humana. Por eso el programa ilustrado quiere llevar a toda la humanidad lo mejor de la civilización occidental, aunque sea depurada de sus defectos. Es decir, el progreso material, la ciencia y la técnica, las costumbres civilizadas y sus formas políticas liberadas de fanatismo, oscurantismo y religión oficial, de acuerdo con una moral basada en la naturaleza.

Esto no significa para todos lo mismo: la idea de virtud natural de Rousseau fue reiteradamente vituperada por Voltaire, y no digamos lo que la naturalidad de la moral significaba para el marqués de Sade. Para los ilustrados, la naturaleza es un espejo en que mirarse para reconocerse mejor: la ley natural, se da por descontado, habita en todos los corazones humanos. Según Rousseau, cuanta menor dosis de civilización padezca el sujeto más cerca estará de la ley natural. Y el entusiasmo de Diderot y otros muchos por los “salvajes” de América y Polinesia, con los que han entrado en contacto imaginario a través de los relatos de exploradores ilustrados como La Pérouse o Cook (el último de ellos, Alexander von Humboldt, será una referencia fundamental para Darwin), va en la misma dirección: la esencia humana es más pura en los ejemplos de nuda humanidad menos deteriorados por la cultura.

Pero aquí se produce la gran bifurcación ilustrada: para la otra corriente, la emancipación humana es y será consecuencia del progreso técnico, científico, educativo y político. La naturaleza debe ser superada, pues regreso a un estado de virtud natural no deja de ser un espejismo resultante de un gran error: la presunción de que la naturaleza es sabia, paternal y benéfica. En definitiva, de que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Un episodio famoso de la Ilustración, la ácida polémica entre Rousseau y Voltaire a propósito del terremoto, tsunami e incendio de Lisboa de 1755, que destruyó la ciudad el Día de Todos los Santos provocando decenas de miles de víctimas, situó con claridad las divergencias sobre el valor de la naturaleza en el progreso de la civilización. Según Rousseau la naturaleza es el bien y no cabe mayor progreso que someterse a su ley, renunciando a lujos peligrosos como las artes y la técnica; Voltaire condena esta idea retrógrada, que desprecia el sufrimiento humano y sus logros culturales, y postula un progreso de signo contrario: superar la naturaleza mediante la comprensión de sus leyes para poder transformarla –ciencia y técnica- y protegernos de su poder.

Pese a lo que pueda parecer, ambas perspectivas siguen rivalizando hasta el día de hoy. El rechazo de Rousseau a una evolución progresiva de la cultura influye y modela el imaginario revolucionario y utópico, y la visión volteriana, junto con la idea de progreso de Condorcet y la aportación fundamental de Adam Smith, ilumina el ideal positivo del progreso material y científico como requisitos y acompañantes del progreso ético y político. Pues bien, Marx intentará la síntesis hegeliana de ambas tradiciones, del purismo revolucionario de Rousseau y sus herederos jacobinos, y del pragmatismo materialista y científico de Adam Smith.

El divorcio de filosofía moral y economía política en Adam Smith

La discusión ética de la Ilustración británica (sobre todo, escocesa) es un caso aparte. Produjo atisbos geniales del modo en que la indefinición moral de los sujetos, la propia complejidad de la sociedad y la libre competición de intereses liberados de tutelas autoritarias hacen emerger nuevas instituciones sociales. Así, el principio paradójico de que los “vicios privados” (el lujo, la ostentación, la hipocresía) den origen a las “virtudes públicas” (el trabajo, la innovación, la competencia), brillantemente expuesta en la irónica Fábula de las Abejas[2] por Bernard Mandeville. Y sobre todo, en la concepción de economía de mercado basada en la acción de la “mano invisible”, la división racional del trabajo formulada por Adam Smith.

La revolución teórica que introduce Adam Smith sin pretenderlo –como Darwin- no se limitó al descubrimiento de la importancia del trabajo y de su división técnica para el aumento de la producción y de su valor. Tan fundamental es la separación drástica de la economía y sus leyes de las otras ocupaciones y esferas humanas. No es que la economía sea algo menos “natural”, al revés: lo es más porque la actividad económica, y su mejora, es una tendencia emergente del trabajo y de la libre organización de los seres humanos; la novedad es que ello carezca, por naturaleza, de cualquier finalidad moral o política distinta del enriquecimiento personal.

La economía política[3] es pues moralmente neutra, un proceso autónomo o lo que es lo mismo, con reglas propias. Una actividad amoral -y en ese sentido, quizás parcialmente desnaturalizada- y la única capaz de subvenir a las necesidades humanas, por tanto condición previa de cualquier moralidad (lo que llevará a Marx a pensar que la comprensión de cualquier otra cosa debe ser precedida por la de su modo de producción). Dicho de otro modo, la eficacia de la actividad económica es autónoma de criterios morales, luego es absurdo pretender entenderla por estos.

Es el punto de vista fundador no solo de la economía moderna, sino también de la investigación científica (que cuenta con precedentes muy anteriores, pero tiene menos efectos culturales e ideológicos). En efecto, así como Adam Smith estudia la creación de riqueza dejando de lado todo apriorismo, investigando el famoso y brillante ejemplo de la fabricación de alfileres, así también la investigación de cualquier otro sistema natural deberá prescindir de apriorismos y proceder, mediante la observación, el análisis, la medida y la comparación, para conseguir inferencias sistémicas y, si es posible, predictivas.

Por tanto, el nacimiento de la economía política tuvo consecuencias en ámbitos en principio ajenos. El propio Smith escribió una obra fundamental sobre ética (para algunos, su obra realmente fundamental), la Teoría de los sentimientos morales (1759), donde abandonada los móviles virtuosos tradicionales como el mandato de la ley natural, el papel del egoísmo y amor propio, o la racionalidad y utilidad de la virtud. Smith postuló que los sentimientos naturales de empatía y simpatía proporcionan todo el fundamento necesario para la moralidad. Estos sentimientos actúan como proyecciones del propio yo sobre el de los otros, lo que suele describirse como “ponerse en la piel del otro”, independientes del egoísmo y la utilidad.

Ahora bien, la empatía altruista es la conducta más antieconómica que se pueda concebir: es dar solidariamente algo valioso a cambio de una satisfacción moral, es decir, sin beneficio material y no pocas veces con pérdidas e incluso elevado riesgo personal. Para el autor de la Riqueza de las naciones lo más relevante de la moral no es que tenga una fundamentación natural –eso, por descontado-, como que su móvil fundamental sea ajeno al egoísmo y la utilidad. Moral y economía surgen de la naturaleza, pero divergen y son regidos por leyes diferentes. No hay que esperar moralidad de la actividad económica, ni búsqueda de beneficios materiales de la acción moral.

Así disocia Smith lo moral-natural (emotivo y ajeno al beneficio material) de lo económico-político (instrumental y sometido a la consecución de riquezas), imprimiendo una orientación característica a la economía y política modernas. En lo sucesivo, la filosofía se ocupará esencialmente de ontología, metafísica y valores, y la economía y ciencias sociales de la racionalidad instrumental. Y fue Marx quien mejor señaló esta bifurcación en La miseria de la filosofía (1847), una respuesta de ruptura a su rival “utópico” Pierre Joseph Proudhon que rompía con siglos de tradición al proponer que la explicación de la realidad ya no es tarea de la filosofía sino de la ciencia social, y que su misión tampoco es solo explicarla, sino descubrir cómo será posible su transformación.

Un modelo económico para la selección natural: Malthus y Darwin

A Darwin esta segregación de moral y economía no le llega a través del optimismo de Adam Smith, sino de la visión apocalíptica de Malthus. Aunque Marx atribuyó un peso quizás exagerado a la influencia de Malthus en la teoría de Darwin, sin duda sirvió a éste como marco conceptual para iniciar su propia formulación de las leyes de la naturaleza. Estas dejan de ser morales para desplazarse a la condición de fuerzas ciegas semejantes a la famosa “mano invisible”, y en la introducción a la primera edición de El Origen de las Especies, escribe (el énfasis es mío):

“La lucha por la existencia entre todos los seres orgánicos en todo el mundo, lo cual se sigue inevitablemente de la elevada razón geométrica de su aumento. Es ésta la doctrina de Malthus aplicada al conjunto de los reinos animal y vegetal. Como de cada especie nacen muchos más individuos de los que pueden sobrevivir, y como, en consecuencia, hay una lucha por la vida, que se repite frecuentemente, se sigue que todo ser, si varía, por débilmente que sea, de algún modo provechoso para él bajo las complejas y a veces variables condiciones de la vida, tendrá mayor probabilidad de sobrevivir y de ser así naturalmente seleccionado.”

La gran innovación es concebir una naturaleza que evoluciona sin finalidad previa ni plan alguno, sometida a los avatares de la variación, la herencia y la reproducción. El fundamento de giro parece provenir de la economía política. Es posible que, como dice Schumpeter[4], la influencia de la economía en el darwinismo fuera más superficial que otra cosa, pero parece difícil refutar una influencia más profunda y finalmente de mayor alcance: la separación radical entre la investigación de los procesos sometidos a fuerzas ciegas naturales, sin finalidad, de aquellos propios de la acción humana, como la ética, el juicio o la política, que persiguen propósitos y fines.

En 1838 Darwin leyó[5] el famoso Ensayo sobre el principio de la población, publicado en 1789, y le causó una profunda impresión. Algo nada extraordinario pues la obra de Malthus, y el pesimista Ensayo en particular, ejercieron una influencia crucial en los debates económicos, sociales y políticos británicos de la época.

Parece probable que la pesimista visión malthusiana de la vida social como una lucha incesante donde los pobres (débiles y menos adaptados) estaban condenados a la miseria y al vicio influyera notablemente en la primera concepción darwiniana[6] de la evolución como nuda “lucha por la existencia” desprovista de moralidad. Llama la atención que Darwin, poco dado a intervenir en las polémicas públicas, defendiera a Malthus[7] de las críticas que le reprochaban el escaso rigor matemático de su modelo de incremento geométrico de la población humana frente al aritmético de los alimentos. Aunque todavía tardó veinte y un años en escribir y publicar El origen, el impacto de la lectura de Malthus parece indeleble, y no escapó a la perspicacia de Marx. Con la tesis de Lyell sobre la falta de plan alguno en los cambios geológicos, seguramente sirvió de catalizador del concepto de una selección natural que obra sin plan preconcebido.

El malentendido marxista

Marx y Engels profesaban una sincera admiración por los trabajos de Darwin. Marx pensaba, y así lo expresa en su correspondencia con Engels y en algunas citas en otros textos, que los trabajos de Darwin podían proporcionar al materialismo dialéctico un fundamento adicional de tipo naturalista, complementando sus propios trabajos en teoría económica. Marx, un gigante intelectual, es el único gran teórico de la economía decimonónica que adopta un genuino punto de vista evolucionista, como subraya Schumpeter[8]. Pero su idea de evolución deriva de Hegel y es por tanto teleológica, es decir, busca satisfacer el cumplimiento de un fin necesario. Por eso mismo resulta antagónica a la concepción de Darwin, donde no hay otra necesidad a satisfacer, y de modo espontáneo y ciego, que el éxito reproductivo.

La esperanza de encontrar apoyo en Darwin llevó a Marx a enviarle un ejemplar dedicado del primer tomo de El Capital. Darwin contestó con una carta de cortesía, irrelevante en el torrencial conjunto de su correspondencia privada. Parece que ni llegó a hojear el ejemplar, y ahí acabó todo pese a algún intento marxista posterior de probar un mayor interés (debido a una confusión sobre el verdadero destinatario de otras cartas de Darwin). Ciertamente, Marx pensaba que su concepción materialista de la evolución de la producción y sus epifenómenos sociales era científica, y debía converger con cualquier otra teoría científica de la evolución natural. Engels especificó con más claridad este presupuesto invocando la autoridad de Darwin en varios trabajos especulativos sobre prehistoria y evolución social[9], fundamentales para el marxismo.

Sin embargo, Marx y Engels difícilmente podían comprender a Darwin. Estaban atrapados en un apriorismo idealista que eclipsaba el alcance filosófico, y no solo metodológico, de la teoría de la evolución natural. Partían de que las investigaciones científicas debían iluminar y demostrar las ideas seminales, no modificarlas o incluso rechazarlas si estaban equivocadas, como exige una actitud realmente científica.

El marxismo es una doctrina determinista y teleológica: postula que determinadas fuerzas, como el desarrollo de los modos de producción y la lucha de clases, determinan una evolución histórica inevitable que conduce al “socialismo científico” a través de una sucesión de etapas históricas ineludibles (es decir: esclavismo, feudalismo, mercantilismo, capitalismo etc.) Las ideas seminales del marxismo ya están enunciadas en el “joven Marx” de los Manuscritos de filosofía y economía, de 1844: el hombre ha perdido su libertad y esencia bajo la dominación del capital; la emancipación llegará en la sociedad socialista, que abolirá la propiedad privada para permitir a cada sujeto desarrollar una existencia libre, creativa y plena.

Como se ha indicado a menudo, lo que escandalizaba a Marx de la economía es su materialismo y deshumanización. En el primero de los Manuscritos, partiendo de ideas de Adam Smith y del patrón idealista de Hegel, Marx escribe sobre la alienación del trabajo: “es sólo en la elaboración del mundo objetivo en donde el hombre se afirma realmente como un ser genérico. Esta producción es su vida genérica activa. El objeto del trabajo es por eso la objetivación de la vida genérica del hombre, pues éste se desdobla no sólo intelectualmente, como en la conciencia, sino activa y realmente, y se contempla a sí mismo en el mundo creado por él. Por esto el trabajo enajenado, al arrancar al hombre el objeto de su producción, le arranca su vida genérica, su real objetividad genérica, y transforma su ventaja respecto del animal en desventaja, pues se ve privado de su cuerpo inorgánico, de la naturaleza.”[10]

Darwin insistió una y otra vez, sin mucho éxito dado el arraigo de perspectivas deterministas, de origen religioso en unos casos y en el resto deudoras del idealismo trascendental, en que la evolución natural es un proceso ciego, sin propósito ni intención. No tiene otra lógica que la biológica, que favorece la reproducción exitosa de los individuos de cualquier especie mejor adaptados a su medio, gracias a lo cual consiguen trasmitir a su linaje sus rasgos y, sobre todo, las adaptaciones favorables que se hayan producido por azar, mediante un mecanismo de transmisión de la herencia que no se descubrirá hasta la investigación de Mendel. Y también otras desfavorables (como enfermedades hereditarias) o neutras, a condición de que no dificulten la reproducción. El proceso va cambiando paulatinamente la especie o generando especies nuevas, con una intervención importante del azar y de la relación de competencia o simbiosis con otros individuos y especies (en lo que después se llamó ecosistema).

En cambio Marx, como buen hegeliano, estaba convencido de que la ciencia avanzaba por el despliegue histórico de ideas absolutas, como la Razón. Sobre las ideas de Darwin, escribe a Engels que el modelo del naturalista es la economía de Malthus[11]. Es un prejuicio exagerado, pues Darwin cita la teoría de la población de Malthus como una referencia inspiradora, pero no como un modelo a confirmar empíricamente o una heurística de la evolución. Parece que Marx no podía concebir que la ciencia sin adjetivos se base en la observación y en la inferencia, no en el desarrollo de premisas previas dadas por demostradas. Darwin, como científico íntegro, estaba dispuesto a que la observación y las inferencias resultantes modificaran la teoría hasta conducirla a un modelo heurístico que explicara mejor que otros modelos rivales (por ejemplo, el de Lamarck) las observaciones empíricas, y permitiera predicciones verificables (como la variación de una especie a consecuencia de pequeños cambios acumulados y transmitidos a las generaciones sucesivas).

La regla marxista era la del idealismo filosófico: las observaciones debían confirmar la teoría, que era verdadera porque daba un marco omnicomprensivo a los problemas fenomenológicos. Esto explica actitudes tan extrañas como la de un autosuficiente Hegel ignorando los famosos trabajos de Alexander von Humboldt sobre la naturaleza y culturas de América, manteniendo tranquilamente su eurocentrismo y el prejuicio de una América degenerada, con una naturaleza y una humanidad indígenas inferiores a las del Viejo Mundo. Y si los fenomena observados desmentían la teoría, peor para ellos.

La resistencia del idealismo hegeliano a asumir las consecuencias e implicaciones filosóficas de la investigación científica es la causa de las conflictivas y paradójicas relaciones entre el evolucionismo científico y modelos ideológicos o filosóficos de parecido superficial. El marxismo posterior a Marx tampoco profundizó, ni quiso, en el desafío que el antideterminismo darwinista suponía para su postulado del sentido trascendente y teleológico de la evolución histórica, que debería conducir al comunismo. Así pues, el marxismo hizo del evolucionismo darwiniano una nota a pie de página dentro de la torrencial progenie de El Capital y los trabajos socio-antropológicos de Engels.

La dogmática insistencia de Marx y Engels en que el motor de la evolución humana no es otro que la división del trabajo –la idea capital de Adam Smith-, entendido como producción y transformación de la naturaleza (incluida la de las relaciones sociales), chocaba frontalmente con el núcleo de la teoría de la evolución natural de Darwin porque asignaba un sentido histórico y antropológico a los cambios.

Existía, por cierto, la posibilidad de conciliar esta diferencia atribuyendo al trabajo, es decir a la cultura, la corrección de los mecanismos de selección natural una vez avanzado el proceso de hominización, de modo que la tecnología y el lenguaje, entre otros logros evolutivos, tomaran la primacía de la evolución humana en lugar de la selección natural ciega, pero ningún marxista pareció interesado en ese compromiso, quizás demasiado naturalista y contingente. A juicio de Engels, también la emergencia de la cultura, la familia y el lenguaje eran consecuencias del trabajo, sin que al parecer se planteara nunca cómo era posible trabajar careciendo de lenguaje, familia y conocimientos, en una extensión de la falacia post hoc ergo propter hoc que se remonta al menos a las teorías adánicas de Rousseau sobre el origen del lenguaje y el contrato social: los hombres precederían al lenguaje y a la sociedad.

Esa actitud anticientífica del “socialismo científico”, que consideraba la teoría como una forma de opción y lucha ideológica explica las arbitrarias brutalidades de Stalin cuando impulsó la sustitución de la “reaccionaria” genética de Mendel por la “materialista dialéctica” de Lysenko, persiguiendo a los genetistas darwinianos soviéticos, algunos de los cuáles murieron a manos de la NKVD. Con la protección de Stalin, Lysenko impuso disparatados experimentos para lograr una fracasada revolución agraria soviética. El lisenkysmo sobrevivió a Stalin y perduró hasta 1963, contribuyendo al insalvable atraso de la economía y la ciencia soviética en comparación con la occidental.

El problema: evolucionismo vs determinismo

La idea más rechazada del darwinismo bien entendido era y sigue siendo la carencia de plan o propósito de la evolución natural. Es incompatible con el determinismo, sea materialista o idealista o religioso, con cualquier teleología que adjudique un sentido a priori a la evolución y al cambio. El conflicto del evolucionismo natural con el marxismo no fue una excepción, sino un caso muy revelador.

La recepción del darwinismo en el campo liberal no fue mucho mejor. La sociología evolucionista de Herbert Spencer sólo es una caricatura de la evolución natural darwiniana, por mucho que Darwin, buscando apoyos, citara a Spencer entre los científicos sociales a tomar en consideración. La famosa expresión “selección natural y supervivencia del más fuerte o apto” remite el evolucionismo al mundo de la lucha de clases, o entre razas, o de Estados, o de todos contra todos (que se remonta a Hobbes). Una idea completamente falaz desde el punto de vista evolucionista, que nunca ha postulado que sean los más fuertes o mejor dotados los que se imponen a los débiles, ni que los más “aptos” sean los mejor adaptados, ni ha representado la evolución como una lucha o guerra entre sujetos, sociedades o especies. Resultar “elegido” por la selección natural es un éxito sin mérito ni intención y con mucho de casualidad.

Pero el de Spencer fue un equívoco de enorme éxito, porque confunde la adaptación y el éxito reproductivo con la imagen guerrera e intencional de la “lucha por la existencia”. Es una consecuencia del abuso de la metáfora -su extensión invasiva a todos los ámbitos de un problema- que amenaza a todos e incluso ofuscó la poderosa inteligencia de Nietzsche en sus críticas a Darwin. No deja de adivinarse ese mismo problema de sesgo metafórico invasivo en el ingenioso título de la influyente obra neodarwinista de Dawkins de 1976: El gen egoísta. Los genes no tienen conciencia ni intenciones morales ni, por tanto, egoísmo o altruismo, simplemente se replican automáticamente cuando pueden hacerlo, y eso es todo.

Siempre hay que recordar que la regla es la selección de adaptaciones hereditarias favorables en un ambiente dado y sólo para la reproducción. No hay en esta idea la menor cualidad de superioridad moral, racial, política o de otro tipo que sí está implícita o explícita en la filosofía social de Spencer y en el darwinismo social, por no hablar de las teorías racistas como la influyente biohistoria de Oswald Spengler o la muy transversal teoría de la eugenesia, compartida por anarquistas, nazis y liberales. Este error de fondo, que la evolución alberga un sentido moral y de progreso social, ha sido utilizado para justificar de modo oportunista el colonialismo, la injusticia social, la eugenesia para la mejora de la “raza”, y más recientemente teorías seudocientíficas como la del “principio antrópico” y el “diseño inteligente”. Y siempre, la teoría conformista del “vivimos en el mejor de los mundos posibles, pues es consecuencia de la evolución natural”. El darwinismo mal entendido, o directamente tergiversado, ha sido utilizado para justificar una cosa y su contraria, una vez filtrada su policromía a través del monóculo ideológico monocolor.

Todo indica que la razón profunda del rechazo o incomprensión del darwinismo radica en la carencia de finalidad del proceso de evolución, en su radical contingencia. Este vacío de sentido teleológico repelía al determinismo en cualquiera de sus formas, pues para ellas no es posible ni admisible que la naturaleza actúe sin plan alguno, que no conduzca a la trascendencia. Como señaló Kolakowski, ahí anida una falacia seminal, a saber, que cuando se busca una finalidad ya se da por demostrada su existencia a priori: “en realidad imponemos la finalidad, en lugar de percibirla en la naturaleza orgánica. Si afirmamos que percibimos una finalidad en un objeto, ya estamos presuponiendo una autoría consciente y razonar ex gobernatione rerum a la existencia de un Gobernador es, estrictamente hablando, dar por sentado el hecho de su existencia: descubrir una finalidad es descubrir un autor, sin razonamiento previo. Y la cuestión es que dentro de la investigación empírica, la finalidad, excepto en obras de las que se reconoce previamente la autoría humana, puede negarse siempre.”[12]

Y esta es la cuestión final: no es que el darwinismo fuera específicamente antireligioso, sino genéricamente antiteleológico, antideterminista o antifinalista. Ello le granjeó de inmediato la enemistad, la incomprensión o la indiferencia de filosofías e ideologías orientadas a la consecución de una finalidad, fuera ésta el Reino de Dios en la Tierra, la instauración de la Ley Natural, la civilización liberal o el socialismo científico. Tales objetivos y sus condiciones de realización pueden comprenderse de otro modo a través del evolucionismo, pero no pueden considerarse metas ineluctables de la evolución.

[1] Joseph A. Schumpeter (1954: 502)

[2] Bernard Mandeville (1705), La fábula de las abejas. Los vicios privados hacen la prosperidad pública, FCE, Madrid 1997

[3] El término “economía política” surgió para diferenciarla de la “economía doméstica” o administración de bienes familiares (oikos nomos) procedente de la filosofía aristotélica. No es solo una cuestión de escala, sino de cualidad como consecuencia del cambio de escala de la actividad.

[4] Schumpeter consideraba superficial o de moda esta influencia de Malthus y la economía en la visión de Darwin (1954: 503): “querría comentar la observación de Darwin según la cual la teoría de la población de Malthus inspiró su trabajo. Parece, ciertamente, muy arriesgado discrepar de la afirmación de un hombre acerca de sus propios procesos intelectuales. Pero (…) me temo que el servicio prestado por la economía al desarrollo de la doctrina darwinista se parezca un tanto al que prestaron a Roma los famosos gansos”.

[5] Janet Browne (2006: 53)

[6] En concreto, Darwin cita a Malthus dos veces en El origen de las especies.

[7] Gertrude Himmelfarb (1983: 152-153)

[8] Schumpeter (1954: 498): “me limitaré a insistir en la grandeza de la concepción y en el hecho de que el análisis marxista es la única teoría económica genuinamente evolucionista”.

[9] Por ejemplo, El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre (1876), y la famosa El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884).

[10] Karl Marx (1844: 112-113)

[11] Véase en Paula Casal (2013: 6)

[12] Leszek Kolakowski (1982: 64-65)

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4 comentarios a “CUANDO MARX NO CONSIGUIÓ ENTENDER A DARWIN”

  1. Carlos Calvo Pérez dice:

    El artículo sobre la posición de Marx versus Darwin me ha interesado mucho. Solo quiero añadir un dato, la aportación de Kant a la crítica de la concepción teleológica: Crítica del Juicio, en la parte dedicada al juicio teleológico. En esta obra, Kant aporta una argumentación, a mi juicio aún vigente, en la que muestra que el juicio teleológico no puede constituirse en conocimiento genuino, bien es cierto que la argumentación se construye sobre la órbita de la obra de Newton y su concepción de la ciencia. Siempre me ha extrañado que en la discusión del determinismo y de la teleología la aportación de Kant siempre haya sido ignorada, al menos hasta donde yo sé.

  2. Santiago Asperilla dice:

    Tan solo agradecerle tan interesante artículo.

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